Si alguien le dijera que un equipo de
alienígenas sabe de usted más que su familia y sus amigos más íntimos,
probablemente sonreiría mientras piensa que esa persona debería ver a un
psiquiatra. Sus sospechas aumentarían si su interlocutor añadiera que
es posible que dichos extraterrestres puedan reprogramar en parte su
mente y hasta ciertas condiciones de su entorno, sin que usted advierta
el mínimo indicio de su actividad.
Sin embargo, este escenario no
es fruto de ninguna fantasía delirante, sino de un impecable ejercicio
racional. Se trata de una de las hipótesis sobre las cuales reflexionan
muchos científicos.
En nuestra galaxia, el Sol es una estrella
joven entre miles de millones de estrellas mucho más antiguas. En el
Universo observable existen billones de soles que superan ampliamente la
edad del nuestro. Incluso manejando cálculos conservadores, la vida
inteligente debería haberse desarrollado en otros sistemas planetarios y
haber evolucionado en éstos mucho más tiempo que en el nuestro.
En
su libro El universo inteligente (Ed. Debate), publicado hace ya
algunas décadas, el prestigioso astrofísico Fred Hoyle se preguntaba:
«¿cómo llamaríamos a los individuos de una civilización extraterrestre
que nos llevara algunos milenios de ventaja en términos tecnológicos?».
«Todo lo que hicieran –añadía–, nos parecería magia, aunque fuese
física».
Nada impide que mediante técnicas como la ingeniería
genética hubieran desarrollado cerebros de una capacidad inimaginable
para nosotros. O que hubiesen alcanzado un dominio notable sobre el
espacio y el tiempo, hasta el extremo de poder viajar a universos
paralelos. O que hubieran conquistado la «inmortalidad», mediante una
tecnología capaz de transferir su conciencia y toda la información
psíquica de sus mentes a nuevos soportes mucho más eficaces que nuestro
rudimentario hardware biológico.
En este caso, no cabe duda de
que a esos alienígenas les llamaríamos «dioses». Francis Crick –el
codescubridor del ADN– planteó la hipótesis de que una civilización de
ese perfil sembrara la vida en la Tierra. Nada impide que ésta
–incluyendo a nuestra especie– sea un diseño inteligente y parte de un
experimento, o que esos seres nos observen desde la época de los
homínidos y tengan de nuestra historia un conocimiento notablemente más
riguroso y detallado que el nuestro, incluyendo, por ejemplo, el
registro visual del asesinato de Julio César. Incluso cabe preguntarse:
¿podríamos ser una reserva ecológica protegida, inmersa en una
civilización de grandes dimensiones?
En un artículo titulado
Universos branas, el principio subantrópico y la conjetura de
indetectabilidad, publicado en Internet en 2003 (http://arxiv.org/abs/physics/0308078),
la doctora Beatriz Gato Rivera, especialista en Física de Partículas
Elementales y en Física Matemática, aborda este fascinante escenario y
contempla la posibilidad de que nuestra cultura humana esté inmersa en
una mucho más avanzada de dimensión galáctica, sin que seamos
conscientes de ello. Nuestra ignorancia de dicha situación sería análoga
a la de un grupo de gorilas de montaña en relación a la cultura
planetaria del hombre.
Para esta científica española, dicho
escenario no puede descartarse si se cumplen dos condiciones. La primera
supone que los terrestres no somos típicos entre los habitantes
inteligentes del Universo, sino muy primitivos. Los observadores
inteligentes típicos pertenecerían a galaxias que nos llevan cientos de
miles o millones de años de evolución. La magnitud de esas inteligencias
podrían implicar una distancia muy superior a la que separa la nuestra
de otros animales. La doctora Gato Rivera denomina a esta condición
«principio subantrópico».
La segunda consistiría en lo que ella
misma llama «conjetura de indetectabilidad». Según ésta, todas las
civilizaciones avanzadas camuflan sus planetas por razones de seguridad,
de modo que los observadores externos no puedan detectar señal alguna
de actividad inteligente, o sólo obtener datos distorsionados de
carácter disuasorio para desalentar cualquier aproximación.
En el caso de civilizaciones grandes, de dimensiones galácticas, las comunicaciones
interplanetarias
entre distintas bases o asentamientos también podrían camuflarse.
Recientemente, dos científicos de la Universidad de Hawai, Walter
Simmons y Sandip Pakvasa, han propuesto un sistema protegido de este
tipo: los alienígenas dividirían sus mensajes en dos grupos de fotones y
los emitirían en direcciones opuestas del espacio, hasta unos espejos
que los reconducirían hacia su destino final, donde las señales se
volverían a recombinar para reconstruir el mensaje original. Si esta
sencilla solución de fragmentación y recombinación se encuentra al
alcance de una inteligencia primitiva como la terrestre, parece claro
que una cultura alienígena avanzada debería haber desarrollado sistemas
mucho más perfectos para ocultar sus comunicaciones y su existencia.
Los
motivos para explicar esta conducta pueden ser varios: protegerse de
civilizaciones avanzadas agresivas, no interferir en la evolución de las
más primitivas, o mantener libre de intervenciones extrañas a distintos
sistemas sometidos a observación.
Por tanto, lo que propone la
doctora Gato Rivera no sólo es plausible, sino que también rebate
algunos argumentos escépticos. Por ejemplo, el expuesto por Ken D. Olum
en un reciente artículo –Conflicto entre razonamiento antrópico y
observación– que, basándose en el modelo de la inflación cosmológica
perpetua, estima que, de cada cien millones de seres inteligentes en el
Universo, todos menos uno pertenecerían a una civilización galáctica.
Para este autor, el principio antrópico indicaría que nosotros
deberíamos pertenecer a una de ellas y no es así. Por ello, concluye que
hay algo erróneo en este razonamiento, avalando «la paradoja del
alienígena ausente», formulada por Enrico Fermi en los años 50.
Sin
embargo, como observa Gato Rivera, Olum comete dos errores. Por un
lado, supone que deberíamos ser «observadores inteligentes típicos» y,
por otro, piensa que pertenecer a una civilización avanzada de ese tipo
significa ser ciudadano de la misma. Sin embargo, los gorilas están
inmersos en una cultura planetaria humana, pero ni son conscientes de
ello ni pueden considerarse ciudadanos de la aldea global. Lo mismo
podría decirse del hombre de Neandertal, o de los grupos humanos
primitivos que residen en el corazón de las selvas.
«La conjetura de
indetectabilidad» plantea un escenario inquietante. Nada impide que
exista una civilización extraterrestre avanzada en nuestro propio
sistema solar. O que, a imagen de lo que propone 2001, una Odisea del
Espacio, Júpiter sea la puerta que conduce a ella, o que exista un medio
paradisíaco bajo el manto gaseoso de este cuerpo, en el cual la Tierra
cabe más de 300 veces. O que haya una supercultura bajo la superficie de
Marte, o bases avanzadas bajo el mar terrestre o en cualquier otro
punto.
Más aun: los cuerpos celestes que nos parecen inhabitables
debido a nuestras observaciones, podrían albergar civilizaciones con
una tecnología capaz de proyectar un escudo de informaciones falsas para
disuadirnos de intentar cualquier aproximación. Como en la naturaleza,
este mimetismo lanzaría mensajes del tipo: «cuidado, no se acerque,
veneno letal». O la imagen de páramos desprovistos de atractivo y
recursos, para mantenerse a salvo de la codicia predadora de otros
alienígenas avanzados y agresivos.
ALIENÍGENAS INDETECTABLES
No
es inconcebible, incluso, que una civilización de ese tipo pudiera
llegar a convertir a su planeta en invisible e indetectable desde el
exterior, o que se desplazara por la galaxia y por nuestro sistema solar
en un planetoide de grandes dimensiones. Bastaría con que dispusiera de
una tecnología capaz de captar todos los datos del espacio cósmico
sobre el cual se desplaza y proyectarlos hacia los observadores
potenciales, al mismo tiempo que oculta los efectos de su campo
gravitatorio, absorbe o deriva en otra dirección todas las señales que
otros emiten en su dirección y que cuenta con mecanismos para no emitir
ninguna radiación. La forma de hacerlo puede apreciarse en la imagen del
«hombre invisible», cubierto por un traje basado en este principio que
acabamos de describir (ver foto). ¿Acaso no está desarrollando nuestra
primitiva civilización tecnológica aviones y submarinos «invisibles» al
radar? ¿No es posible que se logre proyectar la imagen del cielo limpio
que hay detrás de una aeronave por el mismo sistema que ilustra el
«hombre invisible»? En este escenario, los alienígenas podrían
observarnos desde una distancia cercana sin que pudiéramos advertirlo.
Incluso podrían situar su planetoide viajero entre la Tierra y la Luna,
sin estorbarnos la visión de nuestro satélite.
Examinemos los
argumentos escépticos a la existencia de extraterrestres inteligentes en
nuestro entorno. Si están aquí, ¿por qué no establecen contacto con
nosotros? Entre otras muchas posibles respuestas, parece claro que si
descubrimos a un grupo de homínidos nuestros antropólogos se las
ingenierían para observarlos sin darse a conocer. Otra objeción de los
escépticos señala que nuestros visitantes extraterrestres no hubiesen
suele realizado una empresa tan costosa como llehar a la Tierra «para
nada». En consecuencia, deberían estar interesados en nuestros recursos,
o en recabar información de primera mano, o en formalizar pactos, o en
someternos a sus designios.
Pero se trata de razonamientos
burdos. El primate humano no concibe que un observador no esté
interesado en arrebatarle los plátanos, o en esclavizarlo y explotarlo
como él hizo y hace con sus congéneres, o que éste no esté interesado en
transformarse en el macho dominante de su horda o en «el rey del
mundo», con el monopolio sobre todas sus hembras y sus recursos.
Sin
embargo, si el mono humano es inteligente y observador, estaría en
condiciones de detectar algunos indicios indirectos de la presencia
alienígena. Una civilización galáctica avanzada podría, por ejemplo,
suscitar experiencias concretas como estímuloque le permita estudiar las
respuestas humanas: visiones angelicales, éxtasis místicos,
avistamientos OVNI, fenómenos paranormales, apariciones fantasmales,
etc. Nada impide tampoco que diseñara estados alterados de conciencia
durante los cuales se simulasen contactos con alienígenas, como parte de
un ambicioso programa previo para preparar un contacto efectivo o con
cualquier otro objetivo inimaginable para nosotros.
En ocasiones
su interés podría recaer en un individuo aislado, perfectamente anónimo y
superfluo desde la perspectiva de nuestros criterios de interés e
importancia, pero no sólo para convertirlo en objeto de observación o de
experimentación. Como observa Gato Rivera, el objetivo del alienígena
podría ser simplemente lúdico –jugar con ese simpático humano,
transmitirle información que lo convierta en profeta o fenómeno de
masas, divertirse con sus reacciones de orgullo y su creciente
sentimiento de ser especial–, o bien perseguir una finalidad altruista:
ayudarle a evolucionar como entidad psicoespiritual y conseguir que
desarrolle todo su potencial.
Como es obvio, las motivaciones de
unos alienígenas muy avanzados serían en buena medida inconcebibles para
nuestro nivel de inteligencia. Un mono no puede sospechar qué finalidad
persigue un hombre leyendo un libro o intentando resolver una ecuación.
Esa distancia biológica y cultural, o incluso una mucho mayor, podría
ser la que nos separa de una civilización alienígena avanzada, en la
cual estuviéramos inmersos sin tener conciencia de ello, como sucede con
los gorilas en relación a la cultura planetaria de la Humanidad.
Hasta
hace poco tiempo, nuestro concepto de inteligencias extraterrestres era
demasiado antropocéntrica. Sólo les atribuíamos una tecnología muy
superior y, en el mejor de los casos, una inteligencia y afectividad
calcada de nuestros ideales y modelos de «hombres superiores».
Pero
este concepto resulta pueril. La inteligencia y la afectividad de
semejantes seres podría ser tan incomprensible y misteriosa para
nosotros como es la nuestra para las abejas o las hormigas. Nada impide
que la idea de un contacto con nosotros resultara tan exótica para ellos
como para usted la de dialogar con una ameba. Sus objetivos e intereses
no tienen por qué tener nada en común con los nuestros. Al menos, esta
podría ser la situación en relación a muchas civilizaciones avanzadas
para las cuales la forma de vida humana resultase demasiado alejada de
la suya.
SERES DE OTROS MUNDOS
Sin embargo, si las
estimaciones son correctas, también existiría un número importante de
extraterrestres cuyo grado de semejanza o simpatía por los humanos fuese
mucho mayor. En buena lógica, la presencia de observadores alienígenas
de este tipo sería la más probable en nuestra proximidad, por la
sencilla razón de que la mayor afinidad tendería a seleccionar
preferentemente a las civilizaciones que nos encontraran interesantes.
De
cualquier modo, todo lo que hicieran nos parecería muy raro y hasta
ilógico. Este aspecto debe tenerse en cuenta cuando se analizan los
testimonios de personas que declaran haber sido abducidas, o haber visto
alienígenas. Juzgar la veracidad de las versiones que dan sobre los
supuestos extraterrestres, con nuestros criterios de lo que es lógico
que hicieran los seres de una cultura alienígena avanzada, no resulta
sensato ni razonable. Más bien deberíamos emplear un criterio de
desemejanza, dando mayor probabilidad a aquellos testimonios que
describen conductas completamente inexplicables desde una perspectiva
humana.
Ea probable que debamos aplicar a las civilizaciones
inteligentes llamadas «típicas», algunos de los atributos que los
humanos hemos atribuido a lo que denominamos Dios: «sus caminos no son
nuestros caminos y sus pensamientos tampoco son los nuestros». Por poco
que se diferenciaran los planetas en los cuales ellos evolucionaron del
nuestro, basta con ver la diversidad de formas de vida que alberga la
Tierra para deducir hasta qué punto podrían ser distintos de nosotros.
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